1. La llegada de la tormenta
Esto fue lo que ocurrió. La noche del 19 de julio en que por fin se abatió sobre la zona norte de Nueva Inglaterra la peor ola de calor que recuerda la historia de ese estado, toda la región oeste de Maine fue azotada por las tormentas de mayor violencia que yo haya visto jamás. Vivíamos en Long Lake, y asistimos, poco antes del anochecer, a la llegada de la primera tormenta, que vimos avanzar hacia nosotros fustigando las aguas del lago. Una hora antes, el aire estaba inmóvil por completo. La bandera nacional que mi padre había colgado en 1936 en nuestro cobertizo del embarcadero, pendía desmayadamente del asta. Ni siquiera su borde oscilaba. El calor se había convertido en un cuerpo sólido, y parecía tan amenazador como esas lagunas a las que no se conoce fondo. Aquella tarde habíamos estado nadando los tres, pero el agua no daba alivio alguno, a menos que uno se sumergiera hasta una profundidad considerable, cosa que ni Steffy ni yo quisimos hacer, porque Billy no sabe bucear. Billy tiene tan sólo cinco años. Cenamos a las cinco y media, en el porche que da al lago, a base de emparedados de jamón y ensaladilla de patatas, que comimos sin gana. A nadie parecía apetecerle otra cosa que la Pepsi, que teníamos en un cubo con hielo. Terminada la cena, Billy se fue a jugar un rato con el mecano de tubos que tiene detrás de la casa. Steff y yo nos quedamos en el porche, fumando, sin decirnos gran cosa, con la mirada puesta en el lago, cuya lisa superficie de espejo se extendía plomiza hasta Harrison, la población del otro extremo. Unas cuantas motoras zumbaban surcando sus aguas de aquí para allá. Los árboles de la otra orilla se veían polvorientos y agostados. Hacia el oeste las nubes de tormenta iban formando morados torreones según se agrupaban, semejantes a un ejército. El rayo relampagueaba en su interior. En la casa de al lado, la radio de Brent Norton, sintonizada con esa emisora de música clásica que tiene sus estudios en la cima del monte Washington, producía un ruidoso estallido de parásitos con cada fucilazo. Norton era un abogado de Nueva Jersey, y lo que tiene en Long Lake es una simple casa de veraneo, sin calefacción ni aislamiento. Dos años atrás habíamos tenido, por cuestión de lindes, una disputa que terminó en los tribunales. Yo gané el caso. Según Norton, por ser él forastero. No era simpatía precisamente lo que sentíamos el uno hacia el otro. Steff soltó un suspiro y se abanicó la parte alta del pecho con el faldón de la camisola. No sé si eso la refrescaría mucho, pero, desde luego, mejoró sensiblemente la vista. —No es que quiera asustarte —dije—, pero creo que se avecina una tormenta de cuidado. Me miró con expresión de duda. —Anoche tuvimos nubes como ésas, David, y también anteanoche, y terminaron por disolverse. —
Esto fue lo que ocurrió. La noche del 19 de julio en que por fin se abatió sobre la zona norte de Nueva Inglaterra la peor ola de calor que recuerda la historia de ese estado, toda la región oeste de Maine fue azotada por las tormentas de mayor violencia que yo haya visto jamás. Vivíamos en Long Lake, y asistimos, poco antes del anochecer, a la llegada de la primera tormenta, que vimos avanzar hacia nosotros fustigando las aguas del lago. Una hora antes, el aire estaba inmóvil por completo. La bandera nacional que mi padre había colgado en 1936 en nuestro cobertizo del embarcadero, pendía desmayadamente del asta. Ni siquiera su borde oscilaba. El calor se había convertido en un cuerpo sólido, y parecía tan amenazador como esas lagunas a las que no se conoce fondo. Aquella tarde habíamos estado nadando los tres, pero el agua no daba alivio alguno, a menos que uno se sumergiera hasta una profundidad considerable, cosa que ni Steffy ni yo quisimos hacer, porque Billy no sabe bucear. Billy tiene tan sólo cinco años. Cenamos a las cinco y media, en el porche que da al lago, a base de emparedados de jamón y ensaladilla de patatas, que comimos sin gana. A nadie parecía apetecerle otra cosa que la Pepsi, que teníamos en un cubo con hielo. Terminada la cena, Billy se fue a jugar un rato con el mecano de tubos que tiene detrás de la casa. Steff y yo nos quedamos en el porche, fumando, sin decirnos gran cosa, con la mirada puesta en el lago, cuya lisa superficie de espejo se extendía plomiza hasta Harrison, la población del otro extremo. Unas cuantas motoras zumbaban surcando sus aguas de aquí para allá. Los árboles de la otra orilla se veían polvorientos y agostados. Hacia el oeste las nubes de tormenta iban formando morados torreones según se agrupaban, semejantes a un ejército. El rayo relampagueaba en su interior. En la casa de al lado, la radio de Brent Norton, sintonizada con esa emisora de música clásica que tiene sus estudios en la cima del monte Washington, producía un ruidoso estallido de parásitos con cada fucilazo. Norton era un abogado de Nueva Jersey, y lo que tiene en Long Lake es una simple casa de veraneo, sin calefacción ni aislamiento. Dos años atrás habíamos tenido, por cuestión de lindes, una disputa que terminó en los tribunales. Yo gané el caso. Según Norton, por ser él forastero. No era simpatía precisamente lo que sentíamos el uno hacia el otro. Steff soltó un suspiro y se abanicó la parte alta del pecho con el faldón de la camisola. No sé si eso la refrescaría mucho, pero, desde luego, mejoró sensiblemente la vista. —No es que quiera asustarte —dije—, pero creo que se avecina una tormenta de cuidado. Me miró con expresión de duda. —Anoche tuvimos nubes como ésas, David, y también anteanoche, y terminaron por disolverse. —
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