Nadie, y menos el doctor Lichtfield, salió y dijo claramente a Ralph Roberts que su mujer iba a morir, pero llegó un momento en que él lo comprendió sin necesidad de que nadie se lo dijera. Los meses que mediaron entre marzo y junio fueron meses discordantes y ruidosos en
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su mente, una época de conversaciones con los médicos, de carreras nocturnas al hospital con Carolyn, de excursiones a otros hospitales de otros estados para someterla a pruebas especiales (Ralph pasaba gran parte de los viajes dando gracias a Dios por el hecho de que Carolyn contara con dos seguros médicos), de investigaciones personales en la Biblioteca Pública de Derry, primero en busca de respuestas que los especialistas pudieran haber pasado por alto, más tarde tan sólo para aferrarse a una esperanza, a lo que fuera. Durante aquellos meses, tuvo la sensación de que lo arrastraban borracho por algún carnaval maligno en el que la gente subida en las atracciones gritaba de verdad, en el que las personas perdidas en el laberinto de espejos estaban realmente perdidas, en el que los moradores del Túnel del Terror lo miraban con falsas sonrisas en los labios y horror en los ojos. Ralph empezó a ver aquellas cosas en mayo, y a comienzos de junio empezó a comprender que los maestros de ceremonias que había a lo largo de la calle mayor de la medicina no podían vender más que remedios de curandero, y que la risueña musiquilla del tiovivo ya no podía ocultar el hecho de que la melodía que escupían los altavoces era la Marcha Fúnebre. Era un carnaval, sí señor; el carnaval de las almas perdidas
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su mente, una época de conversaciones con los médicos, de carreras nocturnas al hospital con Carolyn, de excursiones a otros hospitales de otros estados para someterla a pruebas especiales (Ralph pasaba gran parte de los viajes dando gracias a Dios por el hecho de que Carolyn contara con dos seguros médicos), de investigaciones personales en la Biblioteca Pública de Derry, primero en busca de respuestas que los especialistas pudieran haber pasado por alto, más tarde tan sólo para aferrarse a una esperanza, a lo que fuera. Durante aquellos meses, tuvo la sensación de que lo arrastraban borracho por algún carnaval maligno en el que la gente subida en las atracciones gritaba de verdad, en el que las personas perdidas en el laberinto de espejos estaban realmente perdidas, en el que los moradores del Túnel del Terror lo miraban con falsas sonrisas en los labios y horror en los ojos. Ralph empezó a ver aquellas cosas en mayo, y a comienzos de junio empezó a comprender que los maestros de ceremonias que había a lo largo de la calle mayor de la medicina no podían vender más que remedios de curandero, y que la risueña musiquilla del tiovivo ya no podía ocultar el hecho de que la melodía que escupían los altavoces era la Marcha Fúnebre. Era un carnaval, sí señor; el carnaval de las almas perdidas
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